Por Jan Canteras
Sorge: el cuidado y la cura
Confieso que cuando Roberto Urbano me encargó este texto tuve alguna duda con respecto a su propósito. La propuesta consistía en redactar una explicación sobre la “Sorge”, una palabra a la que Martin Heidegger dio gran importancia en su obra y que desde entonces ha permanecido incorporada al vocabulario filosófico. En ningún momento Roberto quiso explicarme cuál era la conexión que él quería establecer entre su obra y este concepto sobre el que, sin embargo, dio muestras claras de haber estado investigando. Por otra parte, esta no era la primera vez que Roberto me mostraba su interés: aproximadamente un año antes habíamos intercambiado algunos emails en los que él me preguntaba por este mismo tema. Solo por mi insistencia, Roberto me enseñó varias muestras de la obra que pensaba exponer aunque, de nuevo, sin darme indicaciones concretas acerca de cómo el concepto de Sorge podía serle afín. Si tenía alguna idea al respecto, parecía determinado a guardársela para sí. Por eso, tras darle varias vueltas, me decidí a comenzar una introducción más o menos árida al concepto, con la esperanza de que en el desarrollo, las cosas fueran mostrando sus conexiones por sí mismas.
La palabra alemana Sorge suele traducirse por “cuidado”, aunque los filósofos y traductores que han vertido los conceptos de Heidegger al español han hecho elecciones diversas. José Gaos, por ejemplo, escogió traducirlo por “cura”, bajo el ambicioso proyecto de conservar ciertas afinidades etimológicas (Sorge–Besorgen–Fursorge / cura-curarse de-procurar por). Eduardo Rivera, en cambio, escogió acudir a conceptos menos forzados para conservar la naturalidad del texto (si es que puede hablarse de tal cosa en la obra de Heidegger), traduciendo Sorge por “cuidado”. En su versión, las afinidades etimológicas de las palabras alemanas se pierden (Sorge–Besorgen–Fursorge / cuidado-preocupación-solicitud) pero, a cambio, Rivera logra hacer el texto más legible. En ocasiones (y a menudo en filosofía) las aproximaciones más libres y menos pegadas a la letra resultan ser las más fieles. Ortega y Gasset, quien siempre sintió una confesada atracción por Ser y tiempo y quien elaboró temas afines en su propia filosofía, ser refirió a menudo al carácter de “preocupación” que estructura la experiencia humana. El hombre está, decía Ortega, generalmente “ocupado” con las cosas, entregado a sus quehaceres y absorbido por ellos. Pero, antes de cualquier actividad específica, antes de cualquier ocupación concreta, el hombre está ya y siempre pre-ocupado; es decir, en tácita remisión a todas aquellas cosas y personas en medio de las que vive. Este conjunto o, mejor, este horizonte de la pre-ocupación en el que inextricablemente el hombre está como arrojado, organiza las ocupaciones de cada persona, si bien no suele ser él mismo objeto concreto de ninguna de ellas.
En el tema Orteguiano de la ocupación y la preocupación vemos abordado, a través de etimologías más afines al español, un motivo cercano al que Heidegger tratase con el concepto de “Sorge”. El “cuidado” es como Heidegger se refiere a la constante remisión del hombre hacia las cosas, a la estructura de sus ocupaciones y a su estar ya siempre pre-ocupado. Se trata de algo tan próximo a nuestra experiencia que pasa fácilmente inadvertido. En las primeras páginas de Ser y tiempo, Heidegger propone un ejemplo esclarecedor de qué quiere decir con “remisión hacia las cosas”: en ocasiones decimos que “la mesa ‘está junto a’ la puerta” o que la “las silla ‘toca’ la pared”. Pero en rigor, nada de esto es posible: supuesto previo sería –dice Heidegger– que la pared pudiera comparecer para la silla. Al menos en cierto sentido, un ente solo puede “estar junto” o “tocar” a otro si este puede “comparecer” para aquel; solo si “por naturaleza” el ente en cuestión tiene un mundo dentro del cual otros entes sean susceptibles de “ser tocados” o de “estar adyacentes”. La silla o la pared no son de este género: ellas están perfectamente vueltas haca sí mismas, no sostiene ningún género de ocupación, preocupación o de “Sorge” con respecto a otros entes. La cosa está ahí, dentro del mundo y vuelta hacia sí misma; pero el hombre, la persona o, en la terminología de Heidegger, el “Dasein”, está proyectado, vuelto hacia las cosas y en constante remisión a ellas. Intentando recoger su máxima amplitud, podríamos llamar a ese todo remisional “mundo”. El hombre, frente a las meras cosas, tiene un mundo, es decir, que está proyectado hacia todo lo demás y en un horizonte siempre presupuesto con respecto a ello.
Al conjunto estructurado de los modos del ocuparse con las cosas, Heidegger lo llama Besorgen, palabra que Gaos tradujo por “cura de” y Rivera por “preocupación”. Pero, en sus quehaceres, el hombre no solo está en constante remisión a las cosas sino también a los otros: a sus “semejantes”. A esta dimensión del cuidado, Heidegger la denomina “Fursorge”, traducida por E. Riera como “solicitud” y por Gaos (en su empeño por conservar los nexos etimológicos) como “procurar por”. En el comparecer de otros entes que también exhiben el carácter de la existencia, se da un fenómeno específico: ellos no solo están dentro del mundo, sino que además “tienen su mundo”. Aún más: no es que “cada uno tenga su mundo” (expresión que más bien se emplearía para describir la convivencia de los internados en un hospital psiquiátrico) sino que regularmente uno comparte el mundo con los demás. En palabras de Heidegger, “el mundo es desde siempre el que yo comparto con los otros”.
Por otra parte, la coexistencia o el cohabitar no son solo una manera más de relacionarse con los entres o con cierto tipo de entes, sino que es el lugar desde el que regularmente se decide el sentido de lo ente en general. Baste decir que todo hacer algo es un hacerlo para otros, con otros, contra otros… Las estructuras del cuidado son siempre las de un mundo compartido o, dicho de otro modo: la interpretación del ser en la que cada persona está siempre le precede, le viene dada. No se trata de que uno “piense” como otros le mandan. Esto último puede sin duda suceder, pero en lo que se refiere a la apertura de los entes, no hay nadie “al mando”. La condición interpretativa publica, como Heidegger la llama, es de naturaleza impersonal y no puede concebirse según la estructura del sujeto. En este nivel totalmente primitivo de la Sorge, no hay nadie que piense o que haga… sino solo las cosas que “se piensan” y “se hacen”. Con el “se impersonal”, la gramática recoge ese carácter siempre previo de la mundanidad que antecede a cualquier subjetividad. En la actitud regular de cada persona, el mundo está ya siempre abierto por el “se impersonal”, aunque ello se le oculte a simple vista bajo el carácter de lo meramente dado o lo obvio. El ente queda abierto, disponible a la ocupación cotidiana, por el estado interpretativo público, pero en el mismo movimiento de la apertura el ente que comparece oculta su origen. “En el absorberse en el mundo, se pasa por alto el fenómeno mismo del mundo”, dice Heidegger.
Completamente absorbido por el estado interpretativo público que dispone regularmente las estructuras de la Sorge, “cada cual es otro y ninguno es sí mismo”. Ello deja abierta la posibilidad de que, partiendo de este estado de absorción, el Dasein se retome a sí misma y su condición de existente se le haga trasparente. Para ello, se requiere que la ocupación se desentienda momentáneamente de lo ente (hacia lo que está regularmente vuelto) quedando disponible para una experiencia del ser. En Ser y tiempo, son ciertos registros afectivos y, en particular, la disposición de la angustia, lo que posibilita tal cosa. El miedo está orientado siempre hacia un ente o conjunto de entes particulares: siempre que se tiene miedo, con razón o sin ella, se tiene miedo de algo, de una cosa percibida como dañina, de una persona tomada por peligrosa… Pero en la angustia no parece haber un referente claro y aquello que la suscita no resulta identificable como ente. Según Heidegger, ello se debe a que, de hecho, el desencadenante de la angustia no es un ente particular sino el conjunto de lo ente, el ser mismo. Es el nudo existir lo que le resulta amenazante a la angustia y lo que, con ella, queda mentado.
Pero la angustia no es el único acceso. Una de las vías por las que Heidegger propone aproximar la verdad del ser es precisamente el arte. Véase este comentario sobre la serie de zapatos que Van Gogh pinto en los años 80 del siglo XIX: “¿Qué pasa aquí? ¿Qué opera en la obra? El cuadro de Van Gogh es el hacer patente lo que el útil, el par de zapatos de labriego, en verdad es. Este ente sale al estado de no ocultación de su ser […] Si lo que pasa en la obra es un hacer patente los entes, lo que son y cómo son, entonces hay en ella un acontecer de la verdad”. ¿A qué se refiere Heidegger con el “hacer patente” o con “verdad”? Desde luego, no a la fidelidad de la “copia” con el “modelo” o a su correcta “re-presentación”. La verdad a la que se hace referencia es más bien el sentido que el ente tenga en el todo remisional del mundo al que pertenece, y a través del cual ese mundo queda desvelado. En la obra, la mundanidad en general queda expuesta en un ente particular: “En la oscura boca del gastado interior bosteza la fatiga de los pasos laboriosos. En la ruda pesantez del zapato está representada la tenacidad de la lenta marcha a través de los largos y monótonos surcos de la tierra labrada. En el cuero está todo lo que tiene de húmedo y graso el suelo…”. El cuidado y la cura en los que cierto Dasein existe son aquí develadas, rebasándose la objetualizad del ente representado hacia la mostración de su mundanidad. Por ello la “semejanza” es prescindible y puede incluso perderse del todo, siempre que la obra conserve su capacidad de desvelamiento. Su temática podría, de hecho, no ser en absoluto una cosa (unos zapatos). A fin de cuentas, en la filosofía de Heidegger, lo que permite la obra es precisamente “pasar de estar preso del ente a la apertura del ser”.
Pensemos, por ejemplo, en la materialidad y las formas escogidas por Roberto: su dificultad y dureza resaltadas por las superficies cortantes o rugosas del hierro, no están al servicio de ninguna representación. ¿Qué entorno han creado estos suelos, paredes, cortinas…? ¿Remiten a alguna forma de vida, a algún género de ocupación, a alguna concreción de las estructuras de la Sorge? A diferencia de los zapatos de Van Gogh, aquí no se pone de manifiesto un “mundo”. Cabría incluso decir lo contrario: este entorno remite más bien al ocultamiento originario, a lo que antecede al trabajo de la existencia, a lo que rodea al claro del ser donde el mundo acontece. Este entorno manifiesta al ente en bruto y opaco, previo a cualquier género de mundanidad.
Quizás, después de todo, veamos a las cosas mostrar sus relaciones por sí mismas: “en el absorberse en el mundo, se pasa por alto el fenómeno mismo del mundo”, decía Heidegger. El ser del ente, la mundaneidad del mundo, anida en las estructuras de la Sorge y regularmente se oculta en su obrar silencioso. Previo a su apertura por los modos del cuidado (y aun cuando estos han sido inadvertidamente heredados) el conjunto de lo ente solo ofrece un entorno que aún no es propiamente mundo, como el que ofrece la instalación de Roberto Urbano. Devuelto a su opacidad, el ente pone de resalto lo que habitualmente está oculto: la donación de sentido o la apertura que se labora calladamente en las estructuras de la Sorge.
Jan Canteras