Roberto Urbano: el abatimiento

Óscar Alonso Molina

¡El Maelström! ¿Podía resonar en nuestros oídos una palabra más espantosa en tan terrible situación? ¿Nos hallábamos, pues, en esos peligrosos parajes de la costa noruega? ¿Iba a precipitarse el Nautilus en ese abismo, en el momento en que nuestro bote iba a desprenderse de él?

Julio Verne. Veinte mil leguas de viaje submarino, 2-XXII

Roberto Urbano, nacido en 1979, pertenece a un tramo generacional de artistas granadinos, entre los que podríamos citar a Pablo Capitán del Río o Álvaro Albaladejo, caracterizados por su renovación del discurso escultórico, al que incorporan desinhibidamente ya, y sin solución de continuidad, tanto el objeto como la instalación en cuanto recursos al servicio de complejos y en ocasiones muy poéticos ejercicios conceptistas, antes que académicamente conceptuales. En efecto, el gusto por las asociaciones ingeniosas, desconcertantes, rebuscadas, y las maneras sucintas en torno a la forma y el display expositivo, contrastan con la intención de evitar la descripción directa de los significados o las ideas. En su trabajo, Roberto Urbano se destaca por el acusado trasfondo literario y filosofante —cuanto menos insistentemente reflexivo— que dota a su producción de esa densidad semántica tan distintiva, al tiempo que resultan también abundantes las citas, con referencias a la historia de la cultura y el pensamiento, o fecundos juegos semánticos, organizados por medio de un repertorio retórico de alegorías, metáforas, una buena dosis de ironía, paradojas, antítesis, oxímoron… Todo ello implica al cabo un cierto encriptamiento del alcance último de sus obras llegado el momento de la interpretación. Un trabajo, por lo demás, donde destaca el empleo del ready made y de los más variados materiales, productos y procesos industriales, que enfrían estas piezas de apariencia hermética y un tanto distanciada, pero por debajo de cuya superficie laten fuertes tensiones emocionales y psicológicas, recuerdos personales, estados de ánimo, pasiones privadas…

En Maelström, su más reciente proyecto, al que se refieren estas páginas, el artista reúne una serie de trabajos hilvanados por la temática y los elementos iconográficos marítimos. Un mar picado de impresionante ferretería metálica, amenazador, intratable; esqueletos de naves; elípticas sugerencias al velamen de un navío, estampado con imágenes alusivas a la navegación… Fragmentos, como decimos, donde la metaforología del naufragio con espectador nos ofrece un puñado de formulaciones tan imponentes como inevitablemente melancólicas.

De hecho, Hans Blumenberg, quien ha estudiado magistralmente el tema, advierte en la contemplación estética del desastre cómo el distanciamiento «no es el de la contemplación, sino de la curiosidad ardiente». Así, desde el borde del acantilado, el auditorio sigue las vicisitudes del navío que lucha desesperadamente por mantenerse a flote en mitad de una sobrecogedora tormenta: «pero el espectador tampoco es ya la figura de una existencia excepcional de sabio al margen de la realidad, sino que se ha convertido él mismo en exponente de aquellas pasiones que animan la vida y la amenazan al mismo tiempo. Si bien no está personalmente implicado en la aventura, está expuesto, inerme, a la atracción de naufragios y sensaciones». Es posible que un ser que vive en tierra firme guste de representarse la totalidad de su situación en el mundo con las imágenes de la navegación, incluso las más dolorosas, porque el hombre conduce su vida y levanta sus instituciones sobre tierra firme, y sin embargo prefiere concebir el movimiento de su existencia mediante la simbología de la navegación arriesgada. Blumenberg señala dos como los presupuestos que determinan la carga significativa de la metafórica de la navegación y el naufragio. Por una parte, el mar en cuanto límite natural del espacio de las empresas humanas y, por otra, su demonización como ámbito de lo imprevisible, de la anarquía, de la desorientación. Por su parte, Roberto Urbano insiste en el factor de lo malogrado y del desvío con respecto a la intención inicial, como nodales a todo propósito artístico: «En este proyecto pongo de manifiesto la permanencia en los estados fallidos o de fracaso como situaciones singulares en el proceso creativo. Hacer de la distancia la condición necesaria ante el error para activar los afectos de la obra. Estar abajo, en la oscuridad,

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hace que el hecho mismo de equivocarnos nos induzca a reflexiones inapropiadas y a su vez a soluciones inesperadas».

Y tú, espectador que miras aquí en su proyecto el mar de frente, dime, qué ves… ¿Acaso la fachada impenetrable de esa masa acuática que nos propone artificiosamente Roberto Urbano, no te ha dejado abatido? Con su escala, y la inagotable sucesión de olas, todas idénticas; con sus crestas repetidas hasta el infinito, cortantes como sierras; su inmovilidad mineral; su helada temperatura y el acerado color que la remarca… ese mar del norte al que te asomas como el viajero es, no lo dudes, una escena congelada, foto fija de cierta obsesión insondable —literalmente: sin fondo—, sobre la cual se proyectan sentimentalmente nuestros impulsos. Einfühlung que oscila entre la belleza de la naturaleza a la que conduce su incuestionable adscripción a una idea de paisaje, y la abstracción geométrica del módulo, con sus leyes severas del ritmo, el acento y el silencio.

Al detener la masa del agua en una suerte de mimo/parodia minimalista de sus movimientos característicos, Roberto Urbano alcanza un extrañamiento similar al conseguido justo con los medios opuestos por Friedrich en su famosa pintura El mar de hielo (1824), en la Kunsthalle de Hamburgo. Los picos detenidos en el aire, que en la escena del alemán a menudo se han querido ver como una suerte de alegórico monumento funerario al barco que yace en su base, apenas visible, son aquí ya un bajo continuo donde repercute el ruido mecánico y metálico de su propia realización fabril. La máquina repite machaconamente el troquelado de las piezas, su alineamiento y empuje contra la cinta transportadora, con la misma impasibilidad que desde eras geológicas el océano golpea contra las orillas. La mecánica clásica dice que una fuerza realiza un trabajo cuando hay un desplazamiento del centro de masas del cuerpo sobre el que se aplica la fuerza, en la dirección de dicha fuerza. El trabajo de la fuerza sobre ese cuerpo será equivalente a la energía necesaria para desplazarlo. Jornadas agotadoras de trabajo, pues: la secuencia de gestos repetidos por los operarios en la cadena de montaje de lo siempre igual, de la identidad sin diferencias, resulta simétrica a la del oleaje empujando los cuerpos ahogados a la costa, empujándolos golpe a golpe…

Se trata, pues, de establecer la relación entre el orden y la destrucción, entre el placer sensible y la alienación, el enloquecimiento del sujeto, para descubrir, con Roberto Urbano, que por momentos son indistinguibles. Ordenar, someter disciplinariamente los fragmentos como antesala para su aniquilación. Y esta es, precisamente, la manera en que opera el remolino noruego cuyo nombre da título al célebre cuento de Edgar A. Poe, y que nuestro artista ha recogido para el de esta exposición suya en Condes de Gabia: Maelström. Como probablemente recordará el lector, el protagonista del relato de Poe cuenta su terrorífica historia de manera retrospectiva, habiendo sobrevivido al naufragio y de ser aniquilado por el legendario torbellino marino frente a las costas meridionales del archipiélago Lofoten. Lo logra gracias al temple y la capacidad de análisis que, justo en medio de la catástrofe, le permiten aún comprender desde dentro del propio sistema destructor, el orden interno que articula su desguace sistemático: «la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo», dice el narrador en algún momento. O, en palabras de Roberto Urbano: «Partir del error asimilando el fracaso permite reconciliarse con la realidad en otros términos más allá de positivo y negativo; de este modo las ideas se nos presentan como proyecciones a nivel de comprensión, y de este modo la verdad está constantemente sometida a revisión. La intención que en estadios anteriores nos guiaba, aparece de forma tan intermitente y sutil que solo se puede coger con alfileres, permitiendo que el azar pueda actuar con precisión».

En sintonía con todo ello, pese a la apariencia de rotundidad, y la incuestionable solidez tanto de los materiales como de la tectónica intrínseca de las piezas, en el recorrido de esta exposición se impone una sensación de quiebra, ruptura, dispersión… pero orientada hacia un sentido último que el espectador ha de alcanzar por sí mismo por medio de su experiencia, su recorrido. Porque cada porción del relato se desgaja del resto como los desechos de un pecio triturado abocados al sumidero de la nada; o como en los trozos de un folio escrito y roto en pedazos, el cual, si nos tomáramos la molestia de recomponer, podríamos volver a leer al menos una vez más.

Leamos más, entonces: «Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces el abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación la que templó mis nervios». A lo que el narrador añade a continuación: «Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad. Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino». ¡Ay!, ya hizo su aparición lo sublime romántico, esa fuerza que nos anula y arrastra, que nos pone de rodillas…: Sentí el deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa todos los misterios que vería».

Como ves, lector, con ese arrebato entre el misticismo panteísta y la atracción del abismo arribamos ya al núcleo caracterizador en el repertorio del romanticismo, como Goethe en su Fausto: «¿No soy el fugitivo, el que no tiene techo, el monstruo sin meta ni descanso, que brama como una catarata de roca en roca, con furioso deseo de caer al abismo?». Desligado del mundo ante la presencia sobrecogedora de la naturaleza y sus manifestaciones, el hombre se vacía de sí, diluyéndose en el marco que lo rodea por completo (la escala, como bien sabe Roberto Urbano, resulta decisiva aquí), hasta saborear con cierto deleite la sensación oscilante de dejarse caer en aquello que lo fundirá con la nada. Es sólo una proyección imaginaria, claro, pero arrebatadora, que se paladea con los ojos abiertos aunque volcados hacia el interior, como un camino hacia el interior desde el interior. En cualquier caso, lo que nos interesa ahora es cómo el paisaje, en cuanto desposesión, se hace trágico al desvelar la pérdida de centralidad por parte del hombre. Rafael Argullol, al hilo justamente de esa misma escena friedrichiana del mar de hielo (también llamado, significativamente, El naufragio del Esperanza), que él reconoce como la representación del absoluto fin de viaje, observa: «En realidad la fascinación del romántico por la Naturaleza está directamente

relacionada con la “doble alma” de ésta: se siente atraído, sí, por la promesa de totalidad que cree ver en su seno y, como tal, recibe el impuso de sumergirse en ella, pero, al mismo tiempo, no está menos atraído —terroríficamente atraído, podríamos decir— por la promesa de destructividad que la Naturaleza lleva consigo. Junto a la seducción de la “Madre Naturaleza” —de la Naturaleza saturniana, evocadora de la mítica Edad de Oro—, el arte romántico recibe la seducción, violenta y fatal, del “padre jupiterino”; es decir, de la Naturaleza desatando todos sus elementos contra la especie humana. Para el romántico no hay una mejor expresión material de los poderes adversos que los fenómenos aniquilatorios de la Naturaleza».

Pero Roberto Urbano, aun seducido por tal dicotomía entre el placer y el dolor, corta el plano del infinito con un acontecimiento sin desenlace, como habrás comprobado recorriendo la exposición. El cuerpo sacrificial se prepara para desaparecer: el artista se retira, y tras él, yo mismo; así que te vas a quedar ya a solas, querido lector… «Todo ha sido consumado» (Juan 19:28-30); sin embargo, nada ha ocurrido en realidad. Suspensión última del sentido: el conjunto permanece detenido; silencio absoluto. En esa quietud, tan desasosegante como la amenaza de una tormenta que se cierne sobre nuestro buque, los gestos mínimos se desbordan al final: «Un alfiler que bucea / hasta encontrar las raicillas del grito. / Y el mar deja de moverse» (F. G. Lorca). Foto fija, decíamos antes; imagen estática, antesala del telón que ponga punto y final a este relato de desmesuras, desproporcionado. Porque si el ralentí supone la última forma de tragedia posible, aquí ni él encuentra su culminación, y el tiempo se para angustiosamente… Y con él, todo lo que la esfera infralunar contiene.

Esperanza Guillén, estudiando las tipologías asociadas a la representación artística del naufragio, confirma que «si la expresión de lo sublime dinámico se vincula al movimiento eterno del mar, y su furia se desencadena mediante las olas que, durante la tempestad, hacen peligrar la vida de los hombres aventurados en una travesía siempre incierta, el mar que comienza a dejar de serlo cuando el frío transforma su naturaleza líquida y lo solidifica en placas heladas puede también, en su aterradora inmovilidad, desatar una violenta fuerza destructiva». Porque, por decirlo en términos deleuzianos, para producir un monstruo de poco sirve la pobre receta de amontonar

determinaciones heteróclitas o de sobredeterminar el animal (la personificación del mar salvaje, brutal e irracional, por ejemplo). Más vale hacer subir el fondo y disolver la forma. Y punto. Justo como ocurriría al final de un verdadero descenso al Maelström; uno que no hubiera fracasado saliendo vivo el protagonista para contarlo, quiero decir.

Naz de Abaixo, Lugo-Madrid, octubre de 2020