Por el hueco de la rendija

Por Javier Díaz-Guardiola

Imágenes mentales. Son necesarias. Una especie de red conceptual para que el pensamiento se lance al vacío sin miedo al desastre. Es imposible pararse a imaginar algo, a elucubrar sobre algo, sin utilizarlas como fichas desde las que construir nuestros pensamientos. El reto está en traerlas a la realidad. Darles una forma material. Obligarlas a abandonar el plano etéreo de las ideas, la nebulosa de los pensamientos, para dotarlas de fisicidad. En buena medida, ése es el trabajo principal de un artista, y el punto de partida de los proyectos de Roberto Urbano (Granada, 1979).   

A diferencia de otros creadores, Urbano no se plantea generar discursos grandilocuentes u convencernos de la necesidad de abrazar una causa. No. Lo suyo está más bien encauzado a “ilustrar” conceptos, conceptos resbaladizos, proposiciones inasibles que, sin embargo, nos influyen y determinan mucho más de lo que nos planteamos. Y no es éste un reto baladí. Sobre todo, cuando el resultado final tiene masa, peso, forma. Cuando, desde su modestia, pelean por convertirse en un icono. Si bien Joan Fontcuberta nos alerta sobre el exceso de imágenes que manejamos en la actualidad, realidades que, en último término, tienen una naturaleza digital, fluida y líquida, cabe plantearse la responsabilidad de generar un nuevo objeto para un mundo ya más que saturado, que consume vorazmente, y que no da pie a segundas oportunidades. La dificultad pues es doble: cómo dar forma a una imagen mental, algo que sólo existe en el ámbito de las ideas, y cómo elegir las correctas. Cómo determinar que esas imágenes son las necesarias.

En el caso de Roberto Urbano, esas referencias suelen llegar de la filosofía y la literatura, no tanto de la música, pese a la gran capacidad evocadora de esta disciplina, quizás más compleja de expresarse a sí misma racionalmente. A lo largo de su trayectoria, su labor se ha centrado en conceptos tan inasibles como inabarcables como los de “Verdad”, “Autenticidad” o “Utilidad” (¿Y qué hay más gozosamente inútil que el arte, frente a esa obligación por cumplir una función que se le otorga siempre al diseño? Aunque también conviene revisar, como ya lo ha hecho Urbano, nuestra concepción de lo inútil; sobre todo cuando lo asociamos a la creación artística y cuando nos estamos refiriendo a una sociedad turbocapitalista que todo lo valora en  términos más cuantitativos que cualitativos). Son éstos conceptos que quizás pudieran parecernos lejanos por sus ampulosas resonancias, pero en realidad son epítetos perfectos para definir el proyecto de sociedad que estamos construyendo, en la que la virtualidad, la viralidad y el egocentrismo individualista están a la orden del día.

El proyecto que introduce a Urbano en la Sala la Madraza de Granada pivota en torno a uno de esos conceptos filosóficos que, a priori, nos puedan parecer más esquivos por su complejidad, pero básico para el pensamiento ontológico y para procurar definir lo que el individuo viene a ser. Se trata de “Sorge”, uno de los preceptos básicos del pensamiento de Martin Heidegger, base de su libro “Ser y tiempo”. 

Es ésta una de las obras fundamentales, no sólo ya de su autor, sino de la totalidad de la filosofía moderna occidental.Tanto es así, que muchas corrientes posteriores como la del Existencialismo se vieron fuertemente influidos por ella, en buena medida, porque el texto facilitó parte de los términos o conceptos a partir de los cuales se ha construido todo el pensamiento filosófico posterior. Pero, ¿qué es  Sorge? Complicado resumirlo aquí. En su ensayo, Heiddeger aborda la cuestión del ser: ¿qué significa que una entidad sea? ¿Cuál es la razón por la que hay algo en lugar de nada? Cuestiones éstas, fundamentales de la ontología, ya tratadas desde los tiempos de Aristóteles y definidas por Leibniz. En el fondo, el filósofo alemán sitúa lo temporal en el centro de ese debate. Es el tiempo aquello a lo que el ser humano está sujeto, cuyo fin, la muerte, le devuelve a la conciencia de sí mismo y le interroga sobre su propio sentido. De esta manera, es a la temporalidad a aquello que aporta mayor importancia, y Sorge (traducido por “cuidado”, aunque otros autores optan, en esa línea, por los términos de “preocupación” o de “cura”), “el modo de habitarla”. De esta forma, asumir nuestra temporalidad (finita) es un acto de valentía, pues exige coraje y una actitud decidida ante la evidencia de la muerte. Así como la idea del ser no es una idea simple, no lo es tampoco la del “ser de la existencia”, y, por consiguiente, la del sentido del cuidado. Pero justo por ello, el artista cuenta con más posibilidades para desarrollar su ilustrativo discurso.

¿Y cómo traslada todo eso Roberto Urbano a la sala de exposiciones? Generando potentes imágenes en forma de piezas, desde luego. Nuevos poemas visuales en los que, en este caso, la escala es un ingrediente fundamental. No olvidemos además el espacio en el que éstas obra se exhiben: un habitáculo que fue antigua madraza, escuela o espacio de conocimiento para la cultura árabe, lo que la convierte en caja de resonancia que amplifica el mensaje y hace retumbar aún más el eco del discurso manejado. 

Debemos tener además en consideración el interés de su autor por cierto sincretismo; la introducción de determinado elemento terapéutico en el trabajo; el interés por el cruce de culturas que le ha llevado a pasar asimismo largas temporadas en Centroamérica y el Caribe, de donde se trajo algunos símbolos y elementos característicos en su trabajo como las ventanas (en ese caso fue un balcón) de la instalación “Desbordamiento”, uno de sus proyectos más rotundos, exhibido como “site specific” en el ECCO de Cádiz en el año 2015.

De esa alegoría de lo que nos guardamos de nuestra identidad y lo que proyectamos o terminamos desbordando, aunque intentemos impedirlo, que fue “Desbordamiento” nos queda en el recuerdo la rotundidad de su monocromía. Unos tonos apagados que se recuperan en las obras de “Sorge”. Sin duda alguna, la ausencia de otros colores centra nuestra mirada en las obras y evita que nos distraigamos con detalles superfluos. Alguien podría señalar que, dado que el mensaje final que lanza el autor tiene que ver con la muerte, esta es la paleta más conveniente. Pero nada más lejos de la realidad. Urbano no prentende lanzar un mensaje pesimista o tétrico. En sus propias palabras, su propuesta se plantea como una oportunidad de vivir esa tensión existencial de la que habla Heiddeger fuera del mundo de los objetos y de los simulacros de las sociedades actuales. Un compromiso con la verdad, que reconoce que le fascina.

Acercarse a las superficies de estas obras, ante las que podemos incluso dudar de si se tratan de esculturas (su material es el metal) o de pinturas (su disposición es la del marco-ventana, aunque algunas de ellas estén extendidas en el suelo o inclinadas sobre la pared; reparen cómo sus partes se organizan como organiza el pintor sus pinceladas por un cuadro; a Urbano le ha gustado siempre perder a una técnica en la otra), es descubrir un perfil agresivo, desafiante. En el caso de la pieza principal, una obra de suelo, ésta ocupa buena parte de la superficie de la sala, como obligándonos a reconocer que ese tiempo inexorable, que esa mancha negra avanza y pronto cubrirá la superficie sobre la que disponemos nuestros pasos. Recorrer la mirada de nuevo por sus límites, siempre puntiagudos, en ocasiones oxidados, empastados por la acción de las fuerzas naturales, es nuevamente ser conscientes de cierta temporalidad: Eso está ahora así, adopta esa fisonomía, pero podría tener otra en breve, y tuvo otra muy distinta en el pasado. De hecho, según nuestra atención se fija en unos accidentes u otros, en unas tonalidades u otras, va leyendo la pieza como si de una partitura se tratara. El granadino invita, como lo hacen autores de referencia para él como Richard Serra, Juan Muñoz o Bruce Nauman (también pensadores como Ernest Jünger y su concepto de “emboscarse”), a disfrutar de una experiencia inmersiva de lo escultórico, a dialogar con el espacio y buscar nuestro lugar frente a la obra. Pues no se trata solo de ver, de contemplar, sino también de sentir, de percibir.

Atrás quedan los materiales más translúcidos de otras series. También ese aspecto más artesanal de las obras en pos de un acabado de apariencia más “industrial”. La disposición de las láminas, a modo de suave oleaje del que se facilita una foto fija, nos lleva a buscar en nuestra mente, ante la obra que se eleva del suelo y se extiende también por la pared, la imagen del balcón de “Desbordamiento”. Urbano reconoce que, si bien siempre se ha mantenido en equilibrio en la fina línea que separa figuración y abstracción, en esta ocasión tensiona las potencialidades que le ofrecen ambos lenguajes. Aquella pieza (como todas las de este conjunto) es una nueva cortina; un límite que nos separa de algo. Y sus bordes son agresivos, desafiantes, punzantes. Sin embargo, a modo de ventana, como si de una persiana veneciana se tratase, si somos capaces de superar la ansiedad y el miedo, de no quedarnos paralizados o regodeándonos en la imposibilidad, descubriremos que esos resquicios, esas rendijas tienen obligatoriamente que ofrecernos otra realidad. Sólo el temor y las distracciones impiden alcanzar lo que se sitúa detrás. Urbano plantea pues esas láminas como referencias a los estratos psicológicos del ser humano ante la realidad de su propia finitud, de su propia caducidad. ¿Las distracciones? El ego, el narcisismo, el miedo, la vanidad, el orgullo, todas esas arrogancias, superficialidades y también vicios que nos impiden vivir en plenitud. Que nos impiden apartar las rendijas con los dedos y echar un vistazo a lo realmente importante.           

Madrid, 26 de enero de 2018