Por Lucas Martín Jurado
Héroe y antihéroe de metal
Si un artista trabaja con hierro o acero, se le exige que se comporte como un héroe, que lea a Hölderlin, que deteste la colonia y la música pop. Las obras de Roberto Urbano no requieren pactos con el Olimpo, pueden prescindir de la tragedia para barítonos y cambiar la cuadriga por un billete de tren. Él está salvado, él es otra cosa, un obús en el viejo vientre de la frivolidad, un embudo para las últimas y las primeras preguntas, suntuosamente moderno y clásico a la vez.
La pintura de Urbano tiene mucho de Ulises, pero es el Ulises de Joyce. Sus cuadros y su profundo sentido del hierro y del acero sirven para convocar al antihéroe. Se trata más bien de la antítesis del héroe levantada estrictamente con la fórmula y las dolencias de Homero. El Ulises de Joyce, sí, pero después de desesperar frente a un desierto. Los miras, y crece un aullido en un acantilado, te golpean casi al instante, resulta imposible detener el desafío y la incantación.
La obra de Urbano es de una hospitalidad violenta, poco entregada al lenguaje oportunista, pero hospitalidad, al fin y al cabo. Su pintura seca el alma y la germina con flores que no salvan, pero que animan, en la acepción más biológica del término, la circulación. De eso, probablemente, hablan los cuadros, del vacío que no puede ser vacío y se puebla de relieves, de espectros, de lenguajes a medio balbucir. No sabemos si Roberto es un héroe o apenas y, sobre todo, un individuo heroicamente lúcido y honesto, pero lo que está claro es que su manera de entender la materia y la antimateria habría merecido el respeto, sino el interés, de muchos de los que estuvieron ahí, en ese punto de no retorno, con la misma intensidad. Si la postmodernidad era esto, si la superposición de lenguajes empezaba así, bienvenida sea, el mundo está por inventar.